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El bosque de los cuatro vientos(18)
Author: Maria Oruna

   Quijano asintió y me miró con una sonrisa que no sabría definir si encerraba escepticismo, burla o admiración.

 

 

7

 

 

   Tan pronto como Jon Bécquer y Pablo Quijano salieron del taller, la joven del cabello azul estalló en una carcajada.

   —Joder, ¿y este era el detective? ¡Me cago en la leche, está buenísimo!

   —Bah, eres una exagerada, Blue. Es mono, nada más. Y estaba un poco pálido, le falta color —repuso Amelia.

   —Exagerada, dice. Espera, que lo busco en internet —replicó la joven, sacando un teléfono móvil del bolsillo de su bata—. Encima se llama Bécquer. «Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar...» —comenzó a declamar exageradamente, sin apartar la mirada de su teléfono móvil, sobre el que ya había comenzado a teclear—. ¿Te has fijado en esa manchita que tiene debajo de la oreja? —le preguntó a Amelia mientras esperaba que floreciesen los resultados de su búsqueda en la pantalla del teléfono—. Es como si ahí estuviese decolorado...

   —Será una marca de nacimiento —supuso Amelia sin prestar mucha atención a Blue.

   Ella apenas había percibido aquel detalle en el profesor de Antropología. Se había concentrado en su mirada, que le había parecido algo triste, y en su búsqueda de los nueve anillos de Santo Estevo. Continuó recogiendo su instrumental sin dejar de sonreír ante las continuas ocurrencias de su ayudante. Admiraba que siempre estuviese tan viva, tan despierta. A ella, aunque no pensaba confesarlo, también le había parecido que Bécquer era atractivo.

   —Blue, no te emociones buscando. A lo mejor dice que es investigador y resulta que se ha escapado de un sanatorio. A mí no me sonaba de nada.

   —Y una leche. ¡Mira, mira! —la apremió, acercándole la pantalla de su teléfono—. Aquí dice «El Indiana Jones del mundo del arte...». ¡Este tío ha encontrado desde una corona etíope hasta un puñetero anillo de Oscar Wilde! Pero si están hasta detrás de la localización del Evangelio de Judas...

   —¿Qué? No puede ser, ¿el evangelio prohibido, el del siglo II?

   —Eso pone aquí. Tiene un socio, a ver... Aquí está. Joder, vaya pinta. El típico profesor, con bata, gafas de pasta y pelo revuelto, mira...

   Y Blue giró la pantalla de su móvil hacia Amelia para mostrarle a Pascual, que salía en una foto junto a Bécquer; era mucho más bajo que él y de constitución delgada, aunque su aspecto era blando, como el de todos aquellos que le dedican casi todas sus horas al estudio y ninguna al ejercicio. Sin embargo, en el rostro del profesor de arte se adivinaba cierta calma, una bondad tranquila y amable. Para Amelia, aquella imagen de Pascual, con su aspecto y su cabello rubio y revuelto, le otorgaba sin duda el perfil del típico investigador y ratón de biblioteca.

   —Vaya, ¿de dónde has sacado esta foto?

   —De su web... Su empresa de detectives se llama Samotracia... ¡Vaya nombre! Joder, este Bécquer debe de estar forrado. Y encima, por lo que estoy viendo aquí, está soltero.

   —Será gay —dijo Amelia con tono escéptico.

   —¿Como Quijano? No creo.

   —No inventes, que lo de Quijano no lo sabemos.

   —Pues yo creo que está enamorado de ti y que es gay.

   —Las dos cosas no pueden ser.

   —A ver... —Blue no le hacía caso y seguía saltando de página en página de internet sin localizar una información definitiva y satisfactoria sobre Jon Bécquer—. Pues no, no debe de ser gay. Varias novias en el historial y todas están bastante cañón. Claro, un tío joven, guapo y con pasta..., normal. Un casanova. —Blue suspiró, mostrándole a su jefa una mueca de lástima—. No tienes nada que hacer.

   —Muy amable, gracias.

   —Mujer, si yo tampoco tengo posibilidades..., aunque no estoy interesada.

   —Ya, se te nota.

   —Ah, no, no, que lo digo en serio. Si ayer volví a quedar con Luis.

   —¿Sí? ¿Estáis juntos otra vez?

   —Más o menos. Pero este detective a ti te vendría de maravilla... para darte una alegría, mujer —añadió Blue, con un guiño malicioso—. Luego, el casanova que se vuelva para Madrid.

   Amelia se acercó a su amiga y le dio un cariñoso pellizco en el brazo.

   —Lo del amor, la admiración mutua, los intereses comunes... a ti plin, ¿no?

   —Oye, que fornicar también supone una actividad perfectamente saludable, perdona.

   —¡Blue!

   —¿Qué? —se excusó, riéndose—. El ejercicio físico genera endorfinas, es como opio para el alma. No sé cómo Quijano puede sobrevivir sin darle al asunto. Dime la verdad, con todas las excursioncillas que hacéis juntos, ¿nunca te ha insinuado nada?

   —Que no, pesada.

   —¿Ves? Si es que tiene que ser gay, ¿cómo va a estar casado con Dios un tío tan buenorro?

   —Me parece que eres tú la que estarías encantada de hacerte un pájaro espino con Quijano.

   —¿Un qué?

   —Ah, da igual... Eres demasiado joven.

   Amelia no le explicó a Blue que El pájaro espino era una vieja serie de televisión en la que un apuesto cura suspiraba de amor por una joven que, por supuesto, le correspondía. La restauradora guiñó un ojo a su amiga y continuó cerrando envases de productos químicos. Amelia, desde que su novio había fallecido en un accidente de tráfico tres años atrás, no había vuelto a tener pareja. Pasados muchos meses, su ayudante Lara, a la que todos apodaban Blue por el color de su cabello, comenzó a recomendarle toda clase de solteros, y todos con el argumento de venirle de maravilla. Sabía que ella le gastaba bromas y que la incitaba a salir con buena intención, pero Amelia no sentía necesidad de ampararse bajo los brazos de nadie. ¿Cómo hacerlo, si seguía enamorada de un hombre que estaba muerto?

   Terminó de recoger con rapidez los materiales con los que estaba restaurando aquel niño Jesús, pues sabía que la esperaban Quijano y Bécquer; sin molestarse siquiera en rehacerse la coleta, salió del taller sonriendo a su ayudante y amiga, que le decía adiós con la mano con gesto pícaro, al tiempo que fingía estar dando un beso de infarto al aire, como si Jon Bécquer estuviese allí mismo.

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