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El bosque de los cuatro vientos(20)
Author: Maria Oruna

   —Debiera dedicarse a la costura y prepararse para ser una buena esposa, hermano.

   —De momento ayudará a su viejo padre —sonrió el doctor satisfecho—. Y has de saber que no lo hace nada mal. Marina —añadió, elevando el tono. Ella levantó la mirada—, ¿verdad que guardabas interés en ver la botica del monacato?

   —Sí, padre.

   —Pues cómo, ¿también nos salió curandera? —se asombró el abad.

   —Salió con intereses por la ciencia y la medicina, sí. Pero es una buena hija, de ancho corazón.

   Marina agradeció el cumplido con una sonrisa, y el abad asintió reflexivo. Regresó al tono confidencial con su hermano, y la joven volvió a fingir que leía.

   —Sea, pues. Le mostraremos la botica en su momento. Pero cualquier acceso al monasterio habrá de estar medido, pues aunque no llevamos clausura estricta, los hermanos del monacato no dejan de ser hombres, y ella, aunque recatada, ya apunta formas de doncella hermosa.

   —Se parece tanto a su madre —suspiró el doctor, melancólico.

   Su hermano asintió y le apretó la mano con afecto, pero no quiso ahondar en nostalgias.

   —Mañana os mostraremos todo el monasterio, incluida la botica y la huerta donde fray Modesto cultiva sus hierbas.

   —Gracias, hermano.

   —Te presentaré al sangrador y al cirujano que podrán asistirte, y también al alcalde de Santo Estevo.

   —Oh, conocimos a su hijo..., el oficial Maceda. Un muchacho muy resuelto, he de decir. Me sorprendió ver milicias realistas por aquí.

   —No tenemos otra cosa, de momento. Guardan los caminos, que no es poco... —explicó el abad, que dio un último trago al licor de hierbas y apoyó en la mesa la botella con un gesto resuelto y contundente, como si resultase necesario ser enérgico para pasar a otra cosa—. Ahora debo atender mis obligaciones, y he de dejar también que vayáis a instalaros. Como te dije por carta, dispondréis de casa y huerta propia, más tres mil trescientos reales anuales; dispondréis también de un derecho de paso diario en barca sin coste alguno, y os facilitaremos caballería cuando preciséis. El carruaje en el que habéis venido, ¿es vuestro?

   —Sí, hermano.

   —Bien. Lo guardaremos en nuestras caballerizas y atenderemos a las bestias. Ah, y si te tropiezas con mendicantes, no les prestes mayor caso. Sus causas siempre serán urgentes y de la mayor gravedad, y así te lo mostrarán en su discurso. Tu encomienda es atender solo a monjes, huéspedes y criados, y también a priores y curas de prioratos, por lo que no estarás ocioso, te lo aseguro.

   —No lo dudo.

   —En vuestro alojamiento encontrarás, en la bodega, dos fanegas de centeno, otras dos de castañas secas y tres moyos de vino, aunque confío en que vendréis en más ocasiones a visitarme para compartir el tiempo de la comida —concluyó, levantándose y volviendo a palmear a su hermano en la espalda.

   Se acercó a Marina y se dirigió a ella con una sonrisa.

   —Sin duda, aquí disfrutaréis de aire limpio y tiempos felices, dulce niña. Mañana os mostraré el monasterio a ti y a tu padre, pero ahora debéis conocer vuestro alojamiento.

   Y así, tras más afectuosas palabras y promesas de una estancia tranquila y feliz, el doctor y su hija fueron acompañados por dos criados al empinado pueblo de Santo Estevo, que los recibió en silencio, acaso por ser la hora de la siesta. Subieron con curiosidad la estrecha y retorcida calle principal, y divisaron a Beatriz poniendo orden en unos baúles en la puerta de una casa que se veía a la derecha. La vivienda no era muy grande, pero con dos plantas se prestaba lo suficientemente amplia. Un escudo con nueve mitras marcaba la vivienda como propiedad del monasterio. Enfrente, una casa ostensiblemente más grande y con un escudo mucho más deslumbrante parecía saludarlos con glacial seriedad. A su puerta, varios caballos permanecían atados a un poste de madera. Uno de ellos era, sin duda, el que había cabalgado Marcial Maceda hasta aquella misma mañana.

   —¿Y esa propiedad, mozo?

   —Es la Casa de Audiencias, señor.

   —¿Y esa otra? —preguntó Marina, observando una justo frente a ellos, con otro escudo diminuto.

   —Ah, la notaría. Donde pagamos los impuestos, señorita.

   Marina dio una vuelta sobre sí misma y observó el pueblo. Al lado de Valladolid, desde luego, aquel lugar era absolutamente diminuto. No obstante, desde aquella altura, el monasterio, que se veía con mayor perspectiva, incrementaba incluso su majestuosidad. La casa del médico que debían ocupar, sin embargo, le dio una primera impresión desangelada. Sin jardines, sin nada más que piedra y más piedra. ¿Serían capaces de tener allí un verdadero hogar, en un emplazamiento tan rústico y alejado del mundo? La joven tomó aire y, mentalmente, fue ordenando ya todos los pasos que iría cubriendo para hacer de aquella casa el lugar acogedor que habría logrado su madre. Tuvo la sensación, antes de entrar en la vivienda, de que varias miradas invisibles, tras las cortinas y las sombras de las ventanas, seguían cada uno de sus pasos con silenciosa e inquietante curiosidad.

 

 

8


   La historia de Jon Bécquer

 

 

   Amelia, Quijano y yo nos dirigimos por los pasillos hacia aquella gran sala que ella llamaba el depósito. Mientras caminábamos, me dio la impresión de que Amelia me miraba de otra forma, evaluándome con un gesto de desconfianza, como si yo fuese una persona diferente a la que le había presentado Quijano solo unos minutos antes. Deambulamos entre toda clase de esculturas, tallas y cuadros parcialmente cubiertos.

   —¿Todo esto lo tienen aquí para restaurar?

   —No todo. A veces lo retiramos de su lugar de origen para evitar que se deteriore, pero si no hay proyecto ni presupuesto... En fin, se queda aquí. Al menos en este depósito tenemos controlada la humedad y el calor. Mire, ahí tiene sus cuadros.

   —Oh, ¿son estos?

   No sé por qué, pero me sorprendió su tamaño. Un discreto metro de ancho por menos de metro y medio de alto. Me los había imaginado más rotundos. Pero allí estaban, tan comedidos. Amelia comenzó a moverlos con cuidado para mostrármelos todos.

   Los tonos eran oscuros, casi siniestros. Me recordaron un poco a algunos trabajos del Greco, aunque con un estilo más sencillo. A pesar de que yo no era Pascual y de que mis conocimientos de arte eran limitados, por mi experiencia supe al instante que en aquellos lienzos no había falsificación alguna. En ellos, cada obispo mostraba una actitud diferente. Uno miraba al horizonte, otro sostenía un libro, alguno dirigía su gesto al espectador. No parecían obispos, porque iban vestidos con una túnica negra, como si en realidad fuesen sencillos monjes. Sin embargo, en todos los casos se repetía un mismo patrón. Una lujosa mitra sobre una mesa, una silla o incluso sobre el suelo, que en todos los casos era ajedrezado, en tonos marrones y negros. Y todos llevaban, claramente y en primer plano, un anillo episcopal dorado con una única piedra preciosa, que parecía en algunos casos un rubí, en otros una esmeralda y, en menos ocasiones, un zafiro.

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