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El bosque de los cuatro vientos(19)
Author: Maria Oruna

 

 

Marina

 

 

   El doctor Mateo Vallejo degustó con deleite el extraordinario licor de hierbas, y admiró el ornato y riqueza de las dependencias privadas del abad, al que reiteró sus elogios y felicitaciones.

   —Me siento dichoso de verte en tan buena posición, hermano.

   —Oh, no creas. En Santo Estevo manejamos litigios todos los días del Señor. Este siglo está resultando poco amistoso para los caminos de la Iglesia. Cuando vinieron los franceses, ocuparon el monasterio y se llevaron alhajas y toda clase de ornamentos. Hubieron de darse hasta sesenta mil reales para la guerra contra ellos, y no creas que nos hemos recuperado prontamente.

   —Ah, ¡pero de eso hace veinte años!

   —¿Y acaso el tiempo ha mejorado las cosas? Las Cortes de Cádiz abolieron los señoríos, y debimos prescindir también del pago del fumage, que aún ahora nos guerrean los nobles. Y con la exclaustración perdimos buenos y devotos hermanos... Muchos embarcaron desde Coruña hasta islas africanas, y otros pocos regresaron, pero ya no somos lo que fuimos.

   —Pero nuestro rey os protege, debéis tener confianza.

   —En Fernando VII guardaré la fe con miramientos, hermano. Si no llega a volver con los Cien Mil Hijos de San Luis, seguiríamos viviendo bajo miradas de desprecio y camino del ostracismo.

   —De eso ha ya siete años, hermano. Debes dar tiempo al tiempo.

   —No, Mateo. Tiempo es el que Dios no va a poder darnos, pues cuando muera nuestro rey no sé qué será de nosotros. Apenas tenemos novicios, y resulta difícil mantener la observancia de la regla. Tras tres años de vida secular muchos hermanos no se han vuelto a adaptar a nuestra vida de meditación y silencio. Muchos de los que regresaron se han convertido en miserables sarabaítas y otros, los peores, ya no son más que giróvagos errantes por el mundo. Esta es una época de cambios y de pérdida de fe. España se desmorona, hermano. La Corona pierde poder y con su desmoronamiento cae la Iglesia. Las colonias ya son perdidas, y hasta están promulgando sus propias constituciones; Uruguay, Ecuador... y en estos días dicen que habrá de publicarse la de Venezuela. Temo que con los ingresos perdidos de las colonias el Gobierno busque en la Iglesia el alivio de sus arcas.

   —¡Qué bien informado te encuentras! —se asombró el doctor—. Te imaginaba más recogido en meditaciones y oficios religiosos, hermano.

   —Para servir bien a Dios he de ser yo quien más infringe la regla, Mateo. Ni todas las oraciones y rezos puedo seguir a diario, ni tampoco los cánticos a Dios Nuestro Señor, pues he de ocuparme de la supervivencia de la fe. A vuestra entrada habréis visto algunos centinelas y otros muchachos sencillos; a uno de ellos, que es soltero, lo mando dos veces por semana a Ourense para traer nuevas y correos, pues el servicio a nuestra estafeta se demora durante semanas. Y la última nueva ya comienza a corroer hasta a los hombres de los claustros.

   —¿Pues qué ha pasado?

   —El rey y su Pragmática Sanción, ¿acaso no lo sabes?

   —Ah, bien... ¡Conque era eso! El derecho de las hembras a la sucesión tampoco debiera preocupar tanto en los claustros —se extrañó el doctor.

   —Me temo, hermano, que tu triste luto te ha adormecido el juicio —le dijo el abad en tono afectuoso—. La reina María Cristina está embarazada, y si Dios lo permite, antes de que termine el año dará a luz una criatura. Con la Sanción, el rey se ha asegurado de que, de tener una niña, sea esta la que reine, por lo que su hermano Carlos quedará fuera de la sucesión. Y son muchos los que daban por hecho como sucesor a Carlos, aun cuando lo que naciese fuese un niño. ¡Aunque fuese de regente! ¿No ves que el infante Carlos ya es un hombre político, de trayectoria y peso en España? Muchos lo verían mejor en el trono que al propio Fernando VII.

   —¿Me hablas de una guerra civil, hermano?

   —Te hablo de dos caminos; el de la tradición y el de la revolución. Unos ven en Carlos la única vía para mantener la fe y la cordura en España, y otros ven en la descendencia de Fernando el camino para los liberales y la reposición de la Constitución de 1812.

   —Y la causa de don Carlos es la que mejor baila con la Iglesia —razonó el doctor Vallejo, pensativo.

   —En efecto, pero la Iglesia se debe al rey.

   —Lo contrario es traición, hermano.

   —Lo contrario, tal vez, signifique sobrevivir. Pero me consta que hasta los monjes de mi propia congregación hacen sus propios bandos, y algunos, para mi asombro, imaginan una Iglesia en un mundo liberal. Su candidez solo me resulta posible por su ignorancia del mundo exterior tras estos muros.

   —Hermano, no desesperes en tu fe en el hombre ni sufras por esos tortuosos caminos que imaginas para la Iglesia... Todos precisamos el auxilio de la fe, la paz de espíritu y las misas; la Iglesia se mantendrá erguida hasta el fin de los tiempos, gobierne el rey o gobiernen los liberales y su república.

   —¿Su república?

   —No soy tan ingenuo como piensas, hermano. ¿Acaso dudas de que la Constitución del 12, por mucho que afirmase una monarquía constitucional, no iba a terminar con el derrocamiento del rey? Sin embargo, sean cuales fuesen los avatares políticos, la Iglesia nunca dejará de ser el sostén del pueblo, ¿no lo ves? ¿Quién daría consuelo a las almas, quién cuidaría el espíritu?

   —Ah, Mateo... No todos los cristianos disponen de un corazón tan grande como el tuyo. Fuimos los frailes los que cristianizamos América, los que cuidamos las conciencias de príncipes y reyes y los que, incluso, sembramos la semilla de la valiente insurrección contra los invasores franceses en la guerra de la Independencia, y ahora nos vemos obligados a velar por lo que nos pertenece como si fuéramos ladrones o señores que oprimen a los pobres con sus diezmos. ¡Nosotros! ¿Acaso un diez por ciento de la siembra supone la explotación del pueblo, de los campesinos? Dime, ¿has visto a la gente que cuidamos?

   —Los he visto, hermano. Nada más llegar.

   —Entonces convendrás conmigo en que no rehusamos el trato de los humildes, y en que nos entregamos a la causa del cuidado del prójimo en cuerpo y alma.

   —Nunca lo he dudado, Antonio —dijo el doctor, llamando al abad por primera vez por su nombre de pila—. Por eso he venido aquí con mi hija —añadió señalando a Marina, que guardaba un respetuoso silencio en su butaca y simulaba que leía, aunque no había perdido ni una palabra de la conversación—. Ella me ayudará en el despacho de enfermos, pues tiene buena mano y conocimiento de remedios.

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