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El bosque de los cuatro vientos(23)
Author: Maria Oruna

   —Pues eso es llegar y besar el santo —observó Ramírez, apreciando la fortuna de Bécquer al haber podido acceder tan rápido a las dependencias de la iglesia.

   —Supongo que llegué en el momento adecuado, aunque Quijano y Amelia hacían esas cosas a diario.

   —¿Quijano también? —apuntó Xocas en su libreta, cada vez más repleta de anotaciones—. ¿Pero no era ella la restauradora?

   —Sí, pero trabajan en equipo. Él es cura y hasta juez del Tribunal Eclesiástico, pero la acompaña siempre. Imagino que como representante de la Iglesia, para supervisar la recogida de material y todo eso, aunque sospecho que en realidad a él le encanta ir con ella. No olvide que es licenciado en Historia.

   —Bien, pues si no le importa, vamos a ir concretando lo que vieron en la iglesia y lo que descubrieron, porque después voy a tener que pasar su declaración al ordenador, y a este paso me va a llevar una vida.

   —Oh, ¡pero aún no hemos llegado a esa parte!

   —¿No?

   —No. La cita en Santo Estevo con Quijano y Amelia fue dos días después de conocerlos.

   Xocas suspiró.

   —Ya me imagino que a usted, con un día libre de por medio, le habrá dado tiempo a encontrar cámaras ocultas, pergaminos secretos y pasadizos, pero a lo mejor resulta más interesante que concretemos; vamos, me refiero a que nos cuente solo aquello que a usted le haga sospechar que Alfredo Comesaña no haya fallecido de muerte natural.

   —¡Pero es que todo me hace sospechar!

   —Vaya por Dios.

   —Seré breve, se lo prometo.

   Y, diciendo esto, tomó varios documentos que estaban sobre su escritorio y los desplegó sobre la cama. Algunos eran planos en hojas que triplicaban el tamaño ordinario y que, sobre la descripción puramente geográfica del terreno, tenían decenas de anotaciones hechas con un bolígrafo azul, con el que además había trazado flechas en muchas direcciones.

   —Miren, ¿ven? En el monasterio tenían hasta tres puertos fluviales, aquí, aquí y allí —dijo señalando en el río puntos próximos a los monasterios de Santa Cristina, de Pombeiro y del propio Santo Estevo. Después rodeó con un círculo el plano completo del cenobio de Santo Estevo, del que varias flechas salían disparadas a puntos que parecían encontrarse a varios kilómetros—. Quijano tenía razón, el monasterio era el centro de algo mucho más grande. Cuando regresé al parador, me puse a estudiar todos los planos y algunos libros que me había dado Servando.

   —¿Quién?

   —Servando Andrade, el archivero, el que me reveló la existencia de los cuadros.

   —Es verdad. Prosiga.

   —Bien, pues toda esta zona pertenecía al monasterio, e incluso los pueblos habían adaptado sus nombres según el servicio que le prestaban. Observen. ¡Pombar! ¿Saben lo que es un pombar?

   —Imagino que usted sí lo sabe, a pesar de sus problemillas con el idioma —replicó Xocas, sarcástico.

   Resultaba evidente que él también sabía perfectamente qué era un pombar. Bécquer aceptó deportivamente la ironía esbozando una sonrisa.

   —Bien, tenemos un pombar, es decir, un palomar. Pues existe un pueblo al lado del parador que se llama así, Pombar. ¿Saben por qué? ¡Pues porque allí se criaban las palomas por orden de los monjes! Y hay más. Aquí... —marcó en el mapa—, Val de Porca, o sea valle del cerdo, ¿no? Pues ahí criaban los cerdos. Otra aldea, Corte Cadela; eso en castellano significa cuadra y perra, que era donde los pastores conducían los rebaños del cenobio; otro, a ver...

   —Si no hace falta que nos cuente todo al detalle.

   —Ya termino, ya termino. Aquí fui al día siguiente de lo de los cuadros —insistió, marcando un punto más alejado, al menos a cinco o siete kilómetros.

   —¿A Alberguería?

   —Exacto. A que no adivina por qué el pueblo se llama todavía así.

   —Hum. ¿Era un albergue?

   —¡Justo! El albergue de los peregrinos cuando iban a visitar el monasterio y aún les quedaba medio día para llegar. Descubrí que allí también estaba la otra panadería del monasterio, la que me había dicho Quijano. ¿Saben qué encontré cuando fui?

   —Ilumínenos.

   —Nada, ¡nada en absoluto! Le pregunté incluso a un anciano que había nacido allí, y ni siquiera tenía ni idea de que en su propia aldea hubiese habido una panadería monacal.

   —A lo mejor su información era equivocada.

   —No lo creo. Paseé por el pueblo y las estructuras eran nobles, los viejos edificios de piedra tenían la base de las balconadas talladas en mampostería y con unas paredes que sostendrían a un gigante. Allí hubo algo, pero lo barrió el tiempo.

   —¿Y entonces? —Xocas se impacientaba.

   —Entonces regresé a Santo Estevo. ¿Recuerda lo que me había dicho Quijano sobre la casa del médico y la de la Inquisición? Pues las encontré, y le aseguro que entrar en ellas sí supuso, definitivamente, un viaje en el tiempo.

 

 

Marina

 

 

   Amaneció tras una noche de sueños cálidos en los que Marina volvió a la niñez, a los brazos de su madre y a las tardes en que ella tocaba el piano en el gran salón, en su casa de Valladolid. Cuando despertó, se sintió todavía dentro del sueño, y se dio cuenta de que no había cambiado de posición en toda la noche. Sin duda, había llegado a Santo Estevo más agotada de lo que imaginaba. Muchas horas de carruaje por los caminos enredados y misteriosos de aquel reino, y muchas emociones consecutivas. Escuchó a su padre en el piso inferior, en la cocina, silbando una melodía inventada. Le pareció buena señal. Hacía muchos meses que el doctor Vallejo no se levantaba con aquel ánimo, desde luego. Tal vez fuese cierto que los nuevos comienzos prendían pequeñas esperanzas.

   Cuando Marina bajó a la cocina, su padre la recibió con una sonrisa.

   —Qué bien que ya estés lista, hija mía. Toma tu almuerzo, que en un rato bajaremos al monasterio.

   —¿Tan temprano, padre?

   —¡Tan tarde! ¿No ves que los monjes se levantan antes del amanecer? Si llegamos sobre las nueve, ellos llevarán ya más de tres horas en pie.

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