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El bosque de los cuatro vientos(40)
Author: Maria Oruna

   Maldita sea, ¡ni siquiera tenían un crimen! Se acercó a la mesa y miró al antropólogo, que por fin parecía haberse relajado un poco, como si hubiese podido rebajar la tensión que le flotaba dentro. Observó su forma de hablar, de llamar al camarero. Jon Bécquer no era pedante, pero sí se movía entre gestos de suficiencia, con la resolución de aquellos que están acostumbrados al lujo y no le dan importancia.

   —¿Me dejan que pida por ustedes?

   —No sé. No es que no me fíe, pero...

   —Si no les gusta, les encargaré otra cosa, se lo prometo —insistió apoyándose sobre el mantel de tela, de un blanco impoluto—. El guiso de ternera y el pulpo a la parrilla salteado con grelos están de muerte.

   —Vaya. Y yo que confiaba en que hoy no se nos muriese nadie más.

   Jon sonrió, dando a entender que el sarcasmo del sargento le resultaba, en realidad, un alivio.

   —Le aseguro que he revisado esta carta detenidamente y que nada en ella es mortal, especialmente para mí.

   El sargento miró a Jon con un signo de interrogación en la mirada. Él se apuró en explicarse.

   —Sufro muchas alergias, y entre ellas alguna alimentaria —le explicó, al tiempo que sacaba del bolsillo una tableta de pastillas y se tomaba una—. Son vitaminas —volvió a aclarar—, las necesito siempre.

   Xocas asintió, asumiendo lo curioso de la apariencia de las cosas. Al sargento no se le había escapado que Bécquer no había dicho que tomaba vitaminas, sino que las necesitaba. ¿Las necesitaba? Aquel chico pálido parecía perfectamente sano y atlético, pero padecía alergias y precisaba complementos vitamínicos. Al sargento le pareció que, de saber toda la historia que había tras aquel inusual detective, seguramente cambiase su impresión sobre él. Tal vez algunos hombres exitosos guardasen tras el velo de la fama rutinas diarias llenas de miserias.

   La joven agente Inés Ramírez apenas prestaba atención: todavía observaba, pasmada, el lugar donde se encontraban. Era la primera vez que entraba en aquel restaurante y ni siquiera sabía que aquel lugar había sido ideado, siglos atrás, para albergar carruajes y caballos.

   Mientras esperaban la comida que había encargado Bécquer, el sargento miró al antropólogo con gesto inquisitivo, invitándolo de forma tácita a que, por fin, continuase con su historia. Tanto la guardia Ramírez como el sargento Taboada se quedaron irremediablemente fascinados cuando Bécquer les comenzó a contar que, al entrar por primera vez en la iglesia de Santo Estevo, se sintió atravesado por un luminoso y potente rayo azul.

 

 

Marina

 

 

   Beatriz observaba a Marina con sincera admiración. Su señorita era, desde luego, realmente guapa. A veces le parecía que ella intentaba disimular su atractivo, pero era inevitable fijarse en su figura y su gesto, en su determinación al caminar. No era como otras señoritas que ya buscaban marido y solo se interesaban en telas para vestidos. La pobre, a decir verdad, era un poco rara. Solo pensando en estudiar y en leer esos gruesos libros de su padre, que parecían aburridísimos. A aquel paso, acabaría ingresando en un convento. ¡Qué pena que ya no estuviese su madre para aconsejarla! Ante su falta, sería ella la que la encauzase, pobrecita. Ni siquiera sabía arreglarse para un pretendiente.

   —Señorita Marina, ¿no prefiere llevar el vestido azul? Su tono es tan oscuro que no perjudica el luto, y le va bien a sus ojos. ¡Si es que tiene usted un donaire natural!

   —Oh, no tengo intención alguna de resaltar mis ojos, querida Beatriz. Solo es un paseo, nada más.

   —¡Pero es muy apuesto, el muchacho!

   —Y muy presumido y peligroso. ¿Te recuerdo lo que sucedió con el hombre que no pagó la luctuosa?

   La criada asintió y su expresión se ensombreció durante unos segundos. Ella había visto a la viuda, rota de dolor, gritando a la puerta de la Casa de Audiencias. Hasta allí habían subido un carromato para llevarse el maltratado cuerpo del preso. Por fortuna, la señorita y el doctor estaban en casa de un prior realizando una visita, pero ella no había olvidado el incidente. Sin embargo, sentía que tenía más conocimiento del mundo que su señorita, y sabía cómo se ejercía la justicia por las calles, pues al final siempre era con sangre como se domesticaba a las masas. Para mantener el orden. Como siempre había sido y como siempre sería. Y ahora allí estaba la señorita, poniéndose uno de sus vestidos menos elegantes y estilosos, como si pretendiese no gustar a su admirador. Un joven bien parecido, alguacil y, encima, oficial de un batallón del rey. ¡Ay, si a ella la pretendiesen aspirantes como aquel! Procuró encauzar los pensamientos de Marina hacia un término más amable.

   —No sabemos quién torturó al pobre hombre, señorita. Tal vez fuese orden del padre. Ese sí. ¡Ay, ese! El alcalde es un cuerpo sin alma, se lo digo yo. Pero este muchacho es joven, seguro que dispone de amena y variada conversación.

   —Si por mí fuese, podrías ir tú de paseo con el oficial, querida Beatriz.

   La criada se rio, siempre agradecida de la confianza que le brindaba Marina, a la que se resistía a dejar de tratar de usted, a pesar de la cercanía con la que ella le hablaba. Se acercó y la ayudó a ajustar su vestido con gesto travieso.

   —Anda que si mi señorita se enamora...

   —¡Por Dios, Beatriz, no digas absurdos!

   —Si él le insiste en su amor, si se le declara, no haga caso. Mantenga la pasividad propia de nuestro sexo, señorita. Lo contrario es indecoroso e indecente.

   —Pero ¿cómo me va a declarar su amor, si apenas lo conozco?

   —Y si le pide un beso, no haga caso. Que se lo dispute y lo gane tras muchos obsequios y favores.

   —Y dale. Pero ¿tú me escuchas, niña?

   —Ay, señorita, ¡si es que es tan emocionante! Mi madrina, que en paz descanse, me explicó desde bien temprano los juegos de la seducción para evitar que el matrimonio fuese el sepulcro del amor.

   Marina miró asombrada a su criada, que hablaba casi declamando, con voz sentida y profunda. Comenzó a reír sin poder evitarlo, y terminó por darle un abrazo a la joven Beatriz.

   —Porque me consta que no sabes leer, que si no te habría figurado con calenturas por haber leído novelitas románticas. Yo no pienso casarme, Beatriz. Ni enamorarme, y mucho menos de ese oficial.

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