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El bosque de los cuatro vientos(38)
Author: Maria Oruna

   —Pues sí que has arreglado la mañana, ya te has hecho con todas las habladurías y cuentos del pueblo.

   —Ay, señorita, es que estaba fuera tendiendo alfombras y me paraban las lavanderas. Y claro, no iba yo a ser descortés. Y con el revuelo que aquí había por lo que les sucedió allí abajo, en el monasterio... No se hablaba de otra cosa y las gentes venían a preguntar.

   —Pues si tanto sabes de las cosas de Santo Estevo, otro tanto habrás contado.

   —Ay, no, señorita. Que tengo yo mucha trastienda y entendimiento, y solo cuento lo que conviene.

   Marina suspiró.

   —Descuida, querida Beatriz, que no hablaba en serio. En esta casa no hay secretos. ¿Te agrada el pueblo?

   —No es nuestro Valladolid, señorita, pero habremos de apañarnos.

   Por la noche, cuando el padre de Marina regresó a la casa, se maravilló de ver cuánto habían hecho Marina y Beatriz, pues ahora la vivienda se había vuelto más acogedora. El aroma de la comida en el horno, las flores sobre una mesa. El hogar.

   —Padre, ¿ha despertado el alcalde?

   —Sí, hija. Se encuentra débil, pero creo que se recuperará. Los monjes lo cuidarán bien. He conocido al sangrador y al cirujano, que viven también en el pueblo. Mañana vendrán a comer a casa y los conocerás.

   —¿Sí? Qué bien, padre. ¿Ha revisado el cirujano las heridas? —preguntó sin disimular su ansiedad, pues le interesaba el visto bueno del especialista.

   —Ah, querida niña... Me ha dicho que él no lo habría cosido mejor —le reveló, pellizcándole cariñosamente en la mejilla—, y mira que estudió en el Real Colegio de Cirugía de Cádiz y no es ningún analfabeto de esos que cortaban huesos en la guerra. ¡Tiene un acento del sur ciertamente gracioso! Le ha resultado incluso conmovedor cómo hemos batido los tres enemigos básicos de la cirugía...

   —Oh, ¿enemigos? ¿Y cuáles...?

   —La hemorragia, el dolor y la infección, querida. Aunque lo segundo ha sido obra del propio herido, por permanecer sin consciencia tanto tiempo.

   —Y la infección, cosa de los monjes —apuntó Marina con una sonrisa—. El emplasto que preparó el joven Franquila debe de ser muy efectivo, he de anotar todo lo que usaron.

   —Vaya día han tenido los señores —comentó Beatriz, carente del más elemental sentido de la discreción—. Yo he pasado la mañana con mis quehaceres y con el badulaque de Manuel, que sin esperar las órdenes del señor ya ha empezado a organizar la huerta.

   El doctor se rio, y por aquella noche ordenó que los criados cenasen con ellos, pues era una jornada para celebrar. En su primer día, había asentado sin pretenderlo fama de buen médico, que ya había corrido por Santo Estevo y los pueblos de alrededor, y se había ganado el agradecimiento del alcalde y de su hijo, de quien advirtió a Marina.

   —Debes moderar tus palabras, hija. No estamos en la ciudad. Esta gente dispone aquí del poder de un rey.

   —Pero, padre, ¿no ha sido injusto lo que le ha sucedido a ese hombre que ahora tienen en el calabozo? Un pobre sin recursos, ¿cómo iba a pagar a la Iglesia? ¿No se debiera atender con caridad a esos peregrinos?

   —Se debiera, hija. Pero para atender las conciencias ya está la Iglesia, y para mantener el orden, la justicia del alcalde. Así que, tú, ver, oír y callar.

   El gesto y el tono del doctor no dio lugar a réplica, y con aquella advertencia pasó Marina su segunda noche en Santo Estevo. Un lugar con leyes antiguas, bosques inmensos y reliquias milagrosas.

 

 

   Con el paso de los días, Marina supo, por Beatriz, que en el pueblo ahora la llamaban la Cirujana, y que ya habían inventado sobre ella leyendas de pócimas y ungüentos traídos por su madre desde Cantabria. Cuando el alcalde se recuperó, visitó a la joven y a su padre en la casa del médico, y a Marina le sorprendió lo rejuvenecido de su rostro, el gesto tan distinto que traía. Sin duda, el dolor lo había llevado días atrás a tener un rictus más cercano a la muerte. Ahora todavía caminaba con reposo y prudencia, y aún no podía cabalgar, pero tras solo una semana su recuperación había sido asombrosa. Él mismo llegó a decir que aquella mejoría había sido gracias a las santas reliquias que guardaba el monasterio, pues le habían llevado las más importantes a la enfermería, y allí él las había tocado y rezado un padrenuestro. A Marina le pareció que aquella recuperación se debía más a los cuidados y medicinas recibidas, pero tampoco desestimó la fuerza de la fe ni la influencia de Dios en aquel asunto.

   A ella no le acababa de convencer el alcalde: le parecía un hombre en general seco, de pocas palabras, pero de ojos astutos y escurridizos. Cuando hablaba, lo hacía con una calma exagerada que a ella se le antojaba fingida, como si en realidad estuviese conteniendo a una temible bestia que llevase dentro. Fue el propio alcalde quien les contó que al hombre del calabozo, en deferencia a Marina y tratándose de un golpe de locura por perder a un hijo, lo habían pretendido despachar con severos azotes y pena de calabozo de un mes, pero que lamentablemente había fallecido de sus propias heridas de la reyerta.

   —Ah, ¡pero no se me dio cuenta de que estuviese herido! —exclamó el padre de Marina.

   —¿Acaso atiende usted también a los alborotadores, doctor? —preguntó el alcalde, con una afable risotada repleta de incredulidad por la que tuvo que agarrarse las tripas, como si tuviese miedo de que le saliesen por su cicatriz—. Sería usted el primer médico tan dadivoso en este reino, pues aquí hasta los peregrinos se encomiendan a Dios... salvo que puedan pagar consulta, claro está.

   Se abrió un precavido silencio y flotó en el aire la duda de que aquel desgraciado del calabozo hubiese fallecido, efectivamente, de las heridas de la reyerta. El médico reaccionó como más sabiamente entendió, e hizo como si nada, invitando al alcalde a tomar una bebida. Pasados unos días, Beatriz pudo saber por una lavandera que los familiares del preso se habían encontrado con un cuerpo destrozado al que le faltaban dos dedos y tres uñas. A partir de entonces, no fue preciso que hubiese conversación mayor entre padre e hija: no sabían si la tortura había sido cosa del padre o del hijo, pero desde luego quedaba claro que el trato con ninguno de los dos hombres era para tomar a la ligera.

   Dos semanas más tarde, cuando ya estaban completamente instalados y comenzando a familiarizarse con costumbres, caras y saludos rutinarios, llegó mensaje del abad dando permiso a Marina para, una vez a la semana, asistir bien temprano por las mañanas a la botica, siempre en compañía de su criada, para atender los oficios y labores de fray Modesto. Marina dio un salto de alegría, y su padre se mostró conforme en aquella ocupación, que podría resultarles útil. Justo aquella misma tarde en que Marina bailaba de genuina alegría y emoción, llamó Marcial Maceda a la puerta de la casa del médico. Tras un rato de charla con el doctor, este avisó a Marina para que bajase de su cuarto, donde solía leer al terminar sus tareas.

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