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El bosque de los cuatro vientos(36)
Author: Maria Oruna

   —¡Pero aún no he terminado de contarles mis investigaciones!

   —Ya me imagino que serán muy interesantes, con caballeros templarios de ochenta años escondiendo reliquias milenarias, pero ahora comprenderá que tengamos que ir a comer y a atender otros asuntos.

   —Lo entiendo —asintió el profesor, con evidente gesto de fastidio. De pronto, se le iluminó el gesto—. ¡Déjenme que los invite a comer!

   —No sé si será lo más adecuado —replicó Xocas sorprendido.

   —Los retendré solo el tiempo de la comida, y aprovecharé para contarles el resto de mis averiguaciones. —Jon Bécquer atisbó un gesto de duda en la mirada del sargento, de modo que aprovechó para insistir un poco más—. ¿O es que no quieren saber cómo encontré el escondite de los cuadros de los obispos?

   La agente Ramírez, incapaz de resistirse a saber cómo continuaba la historia, miró con gesto suplicante a Xocas. El sargento entornó los ojos y suspiró, comprendiendo que ese día sería largo y que lo pasaría dentro de aquella fortaleza de piedra llena de misterios.

 

 

Marina

 

 

   La operación fue complicada. Ni el doctor Vallejo tenía costumbre ni sus ayudantes experiencia. Por fortuna, el herido no había despertado de su inconsciencia en todo el proceso, y a lo sumo deliraba incongruencias sobre la muerte, el dolor y una mujer llamada Lucía. «Fue su primera esposa», explicó fray Modesto. «Murió al dar a luz a Marcial.»

   Llegó un momento en que el doctor Vallejo, ya casi terminando, apenas podía ver a través de sus gafas empañadas, tal era su nerviosismo y la cantidad de sudor que empapaba prácticamente a todos. Fue Marina la que le pidió que descansase para ser ella quien terminase la última costura de piel, pues las vísceras dañadas ya habían sido suturadas y reintegradas al abdomen.

   Entre tanto, fray Modesto y fray Eusebio cocinaban una infusión de equinácea y otras hierbas, que aseguraban que, al dársela de beber al herido, rebajaría las posibilidades de infección. El joven Franquila, al tiempo, preparaba en el mortero un emplasto de ajo, miel, vinagre de manzana, cúrcuma y jengibre, que pondrían después sobre las heridas para evitar la temida infección, pues si esta se daba, con frecuencia resultaba mortal.

   Solo cuando terminaron de vendar al alcalde cruzaron Marina y Franquila sus miradas por primera vez. Para ella resultó una sorpresa detectar, de inmediato, la inteligencia de aquellos oscuros ojos grises. Se esperaba a un muchacho de gesto más servil y corriente, acostumbrado a obedecer y a discurrir poco por sí mismo. Desde luego, su aspecto no tenía nada de extraordinario. Ni alto ni bajo, ni feo ni guapo, ni vulgar ni carismático. Sus rasgos eran como tantos, un dibujo de cejas, nariz y labios. En él, cejas rubias, nariz discreta y labios finos, que sonrieron al terminar el trabajo con el alcalde y mirarla tranquilamente a los ojos. Debía de ser el único en la botica que había permanecido completamente flemático durante todo el proceso quirúrgico, que les había llevado casi dos horas. A Marina le inquietó aquel aplomo, aquella serenidad pesada y rotunda, más propia de las personas de mayor edad. El fondo del muchacho le pareció indescifrable y, por ello, procuró esquivarlo.

   —Conque al final tenía algo de razón el señor abad —dijo fray Modesto, mirando a Marina— y a nuestra joven dama se le da bien la costura.

   Todos rieron con esa risa floja que libera las tensiones acumuladas, y el monje boticario llamó a unos criados para que trasladasen al herido a una cama.

   —La enfermería la tenemos en la fachada este del monasterio —le explicó fray Modesto al doctor—, que es donde tenía el abad sus estancias durante el invierno, allá por el Medievo. Ya verá, no es grande, pero disponemos de una terraza para los baños de sol, que hemos observado que son buenos para los pacientes.

   Según trasladaban al herido en una camilla, avisaron al abad y fueron a buscar al hijo del alcalde, al que tuvieron que mandar llamar a la Casa de Audiencias. Allí custodiaba, en el calabozo, a los alborotadores que habían herido a su padre. Mientras no llegaba el joven oficial, el abad hizo regresar a todos a la botica, pues la entrada al monasterio estaba llena de curiosos.

   —Gracias a Dios que habéis podido atender resueltamente al herido, aun sin la asistencia del cirujano.

   —Hermano, lo creas o no, ha sido tu sobrina la que me ha ayudado en las últimas suturas. Y este muchacho —añadió el doctor señalando a Franquila— ha resultado ser de pulso firme y tranquilo; sin él y sin los remedios de fray Modesto y fray Eusebio no habríamos salido adelante.

   —Alabado sea el Señor, que ha proveído vuestro encuentro en la hora que debía.

   El doctor, cansado, no deseaba las alabanzas de su hermano, sino conocer qué los había llevado a aquella situación inesperada.

   —Y entonces, ¿qué ha pasado, quién hirió al alcalde?

   —Ah, unos forasteros. ¡Qué calamidad!

   —Pues cómo, ¿lo agredieron sin más?

   —No, por Dios. Aunque me temo —consideró, bajando el tono— que el herido y su hijo se esmeraron demasiado en su cometido. Los violentos fueron varios hombres de una familia asturiana que viajaba con criaturas de corta edad. Uno de los pequeños falleció de calenturas y le dieron santa sepultura en el camposanto, pero no quisieron pagar la luctuosa, con lo que ya se enredó el cuento. El párroco que sí, ellos que no, que no tenían con qué. Y alguien avisó al alcalde, que estaba ya por Santo Estevo, y no fue más que encontrarse y volar los puñales. El padre del niño, antes de que lo esposasen, se defendió atacando... En fin, una desgracia.

   —¿Qué es la luctuosa? —se atrevió a preguntar Marina en tono bajo a fray Modesto. Sin embargo, el propio abad la escuchó y respondió por él.

   —Es el impuesto que se paga por morir en el coto, querida sobrina, aunque seas forastero.

   —¿Pero no estaba en desuso? —se extrañó el doctor—. ¡A fe mía que no habrá ley que lo recoja!

   —Pero habrá costumbre, hermano, habrá costumbre. Y aquí se usa, aunque solo sea por pagar los servicios al párroco por la santa sepultura.

   —Pero si esos pobres no tenían con qué pagar —intervino Marina—, y además perdieron su criatura, ¿no sería un acto de buen cristiano el perdonarles la deuda?

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