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El bosque de los cuatro vientos(39)
Author: Maria Oruna

   El joven oficial iba con el uniforme limpio e impecable; en sus ojos se encontró una inesperada humildad. Un nerviosismo tibio e inquietante.

   —Querida, me pide permiso el oficial para convidarte a un paseo, para que conozcas los alrededores.

   —Ah, pues yo...

   Marina se sonrojó hasta ponerse muy encarnada. El joven era apuesto y, por su sola determinación, interesante. Pero había algo en él que le repelía, que le daba miedo. Y al verlo pensaba en ese hombre del calabozo, y en cómo habría muerto en realidad. Además, ella no estaba para cortejos, sino para aprender todo lo que pudiese de los misterios de la medicina y para cuidar a su padre viudo. Marina nunca había soñado siquiera con ser médico, eso era impensable, pero el conocimiento... Ah, ¡el saber! Era una meta lo bastante alta como para plantearse siquiera paseos románticos.

   —Pues no sé... —se disculpó intentando volverse invisible—. Estoy, francamente, bastante atareada.

   —Anda, mujer. Un paseo te vendrá bien. Os acompañará Beatriz.

   Don Mateo miró a su hija lanzándole muchos mensajes en silencio. Que un paseo no era nada. Que el cortejo se podría quedar ahí. Que decir que no podía suponerles problemas. Que decir que sí, también.

   —Descuide, Marina. Un paseo breve, para que no se le aburra la cabeza entre tanto libro. Sin caballería, aquí cerca y a pie. Hasta el embarcadero, ¿le parece?

   Y a su pesar, y aun cuando en efecto le quedaba tanto por conocer de aquel reino, Marina tomó aire y accedió a internarse por los bosques con el joven oficial.

 

 

13

 

 

   Aunque el sargento Xocas ya conocía el restaurante del parador, llamado Dos Abades, lo había visitado en muy contadas ocasiones y no dejaba de impresionarlo. La mayor parte de sus mesas se distribuían por un ancho pasillo de cincuenta metros de largo, bajo una impresionante bóveda de piedra en forma de túnel de arco de medio punto, de casi quince apabullantes metros de altura.

   Les dieron una mesa discreta, en una esquina cerca del acceso al bosque, al lado de otro gigantesco arco de medio punto que había sido, cientos de años atrás, la entrada a las caballerizas del monasterio. Resultaba curioso que ahora, extravagancias de la vida, se les diese allí de comer a los turistas. Aquel arco estaba acristalado desde el suelo hasta el techo, permitiendo que chorros de luz inundasen la asombrosa estancia. Xocas estaba convencido de que los habían situado en la mesa más apartada por culpa de sus uniformes, que podrían alarmar a los huéspedes más suspicaces.

   Se alejó unos metros para llamar a su mujer, Paula, y avisarla de que llegaría un poco más tarde.

   —Estamos tomando declaración a un... —dudó, sin saber bien cómo denominar a Bécquer— a un experto en arte; va para largo.

   —Ya, ya. En el restaurante del parador. Qué fina ha salido la Guardia Civil —apuntó ella con ironía.

   —No, mujer, que es por un deceso, que ha fallecido aquí un vecino.

   —Oh, no me digas. ¿Quién?, ¿lo conocías? ¿Era muy mayor?

   —No, no. Un chico joven, parece que fue un infarto.

   —¿Y por qué tomáis declaración?

   —Por si acaso. A lo mejor hay algo raro. Pero sabes que no te puedo contar nada.

   —Vaya, perdone usted, Sherlock Holmes. ¿Y qué pinta en lo del infarto un experto en arte?

   —Bueno, es que no es exactamente un experto, de hecho en realidad es antropólogo, pero se trata de uno de esos detectives que encuentran obras de arte desaparecidas; se llama Jon Bécquer, a lo mejor has leído algún artíc...

   El grito de su mujer al otro lado del teléfono provocó que Xocas separase suavemente el teléfono móvil de su oreja, esperando que ella se tranquilizase.

   —¡Jon Bécquer! ¡Aaaaaaah...! ¡Estás ahí con Jon Bécquer! ¿Pero tú sabes con quién vas a comer?

   —Me lo vas a contar tú, creo.

   —¡Pero si es conocidísimo, salió hasta en la tele! ¿Sabes la revista de National Geographic que tengo en la mesilla, la de las pirámides? ¡Pues ahí hay un artículo increíble de cómo Bécquer recuperó un anillo que había pertenecido a Oscar Wilde!

   —No será para tanto. Los anillos se pierden y se encuentran todo el tiempo.

   Paula no le hizo caso y continuó hablando como si se dirigiese más hacia sí misma que hacia su marido.

   —Ay, ay, ay. ¿Y cómo es?, ¿majo? ¿Sí?

   —Bah. Feíllo, pequeñajo, de pocas luces —replicó él con ironía, logrando que Paula se riese de buena gana.

   —Eso me imaginaba yo por las fotos del reportaje. Y mira, ¿no necesitas que te lleve algo? Me acerco en un momento sin problema. Sin molestar, claro está. Solo saludar un segundito.

   —Creo que no. Además hay una niña de tres años que hay que recoger de la guardería, no sé si te acuerdas.

   —Pero bueno, ¡si a Alma la recoge mi madre en un momentito! —Paula adornó su voz con un tono meloso—. Si ya sabes que tú para mí eres lo primero, que ha empezado a refrescar por la tarde y te puedo llevar una bufanda, un lo que sea...

   —Sabes que te voy a colgar, ¿no?

   —¡Espera, espera! ¿Y lo vas a volver a ver? Por si le puedes llevar la revista para que me la firme...

   —No sé, es que está aquí con su novio y dudo que tenga tiempo para fans.

   —¿Con un novio? ¿Novio? ¡Qué dices, Jon Bécquer no es gay! Si salió con la modelo rusa esta... ¿Cómo se llama? Y con Xania Vila, la periodista del canal de deportes.

   —¿Ves?, relaciones pantalla, porque está aquí con un novio ruso de dos metros de alto.

   —Mentiroso —volvió a reír ella—. Anda, que te dejo trabajar.

   Xocas sonrió y se despidió de su mujer con un beso. Tras colgar el teléfono se quedó unos instantes pensativo, realmente sorprendido por la fama y los logros de Jon Bécquer. Parecía un buen profesional. Pero ¿y si en el tema de Alfredo Comesaña estuviese implicado de alguna forma? ¿Y si fuese él quien se encontraba al otro lado, enredándolos? No, carecía de sentido, había sido el propio Bécquer quien había insistido en que investigasen aquel asunto, que de lo contrario estaría condenado a pasar desapercibido.

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