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El bosque de los cuatro vientos(27)
Author: Maria Oruna

   —No dudo de lo provechoso de su estancia en el real hospital, pero he de insistir en que su teoría carece de fundamento.

   Fray Modesto se contuvo en su defensa de la miel, pues ni el abad, ni su primo ni aquella joven y encantadora dama estaban allí para escuchar sus largas y detalladas teorías. Ah, ¡si las antiguas y sabias voces fueran respetadas! ¿No había dicho ya Plinio el Viejo en su Historia Natural que era la miel «el más dulce y refinado de todos los jugos»?

   El joven Franquila observaba la escena con muda curiosidad y, pensativo, sonrió ante la idea de que la llegada de aquel nuevo médico y su hija supusiese un soplo de aire fresco sobre la rutina de sus días. A su lado, fray Eusebio también se había replegado en un discreto silencio, todavía avergonzado por el encontronazo con el abad.

   Justo en aquel instante escucharon griterío y un gran revuelo creciente en el exterior, cerca de la botica. Cuando ya el propio abad iba a abrir la puerta para ver qué sucedía, fue esta la que se abrió y golpeó la pared, provocando un ruido seco y grave. En el umbral, el joven oficial Marcial Maceda, con la cara ensangrentada, soportaba, ayudado por otro joven uniformado, el peso de su padre, que apenas se podía mantener en pie.

   —¡Rápido! Socorran a mi padre, ¡por Dios se lo pido!

   Al instante, y con horror, Marina pudo ver que el herido llevaba un puñal todavía clavado en la espalda. El abad se santiguó, murmurando «Ave María purísima», y solo reaccionó pasados dos segundos. En su voz podía apreciarse claramente su nerviosismo.

   —¡Qué desgracia! ¿Pues qué ha pasado? Siéntenlo ahí, ¡siéntenlo!... Y tú, Marcial, ¿no precisas socorro?

   —No, padre, solo tengo unos rasguños. Atiéndanlo a él, por Dios.

   —Hermano, ¿podrás hacerte cargo?

   —Por supuesto, ¿y el cirujano?, ¿pueden avisarlo?

   —No llegará hasta la hora nona, pues estaba convidado a la sobremesa, ¡a estas horas debe de andar por más allá de Alberguería!

   El doctor Vallejo examinó al herido, que prácticamente había perdido el conocimiento, y tras tomarle el pulso no le quedó más remedio que anunciar que debería operarlo él mismo inmediatamente, pues de lo contrario no habría salvación posible.

   —Yo lo ayudaré, padre —resolvió Marina para asombro de todos y sin admitir réplica, pues ya se remangaba las mangas del vestido.

   Fray Modesto tomó así mismo el mando, y obligó a salir de la botica al abad y al resto de los presentes, dejando solo a su primo y a Franquila para ayudar al doctor y a su hija en la gran sala. En una esquina, tras una cortina marrón de lana, había un camastro donde a veces el monje procuraba descansar. Fue allí donde tumbaron al herido de medio lado y prácticamente boca abajo, con extraordinario cuidado de no tocar el puñal, que para alivio de todos parecía ser de hoja corta. Sorprendentemente, no era aquella la peor de las heridas a las que debían enfrentarse, pues cerca del estómago el maltrecho alcalde había sufrido otra cuchillada. Marina observó al hombre, de poca altura y con una calvicie antigua, a pesar de no aparentar más edad que su propio padre. Tal vez su sobrepeso lo hubiese salvado de recibir una puñalada más profunda. Concentrada y decidida, se dispuso a obedecer todas las instrucciones de su padre y de aquellos dos monjes para salvar la vida del hombre que acababa de conocer.

 

 

10


   La historia de Jon Bécquer

 

 

   En Galicia tengo la sensación de que lo extraordinario se acepta de forma natural, como si todo atendiese a una lógica sabia y misteriosa, completamente desconocida para los forasteros. Tras cada paso hay una leyenda, un duende inasible que tiene algo de verdad. Tras cada piedra, una historia que merece ser contada. Y, sin embargo, después de mi paseo por la Alberguería aquella mañana, comprobé que ningún vecino prestaba atención a las evidencias de la aldea. Aquellas construcciones que evocaban un pasado glorioso, aquellas ruinas desdibujando su propio legado. Quizás no se hiciesen preguntas porque no les resultaban urgentes ni necesarias las respuestas. O tal vez porque solo se preocupaban por caminar hacia delante.

   Desilusionado por no haber encontrado ninguna pista que me pudiese conducir a los nueve anillos, decidí volver al hotel y subir a Santo Estevo a primera hora de la tarde. Entre tanto, y gracias a la directora del parador, pude saber qué arquitectos habían participado en la reforma del monasterio. Uno de ellos seguía en activo, pero al contactar con él por teléfono me aseguró no tener ni idea de cuadros, ni de obispos ni de escondites. Me colgó, lo sé, con el convencimiento de haber atendido a un desequilibrado. ¿Debería intentar localizar alguna de las empresas constructoras? Encontrar al empleado que había dado con los cuadros podría llevarme una eternidad.

   Comí en mi habitación un delicioso sándwich al que llamaban benedictino, con mis pies apoyados en una silla y la mirada clavada en Santo Estevo, al otro lado de mi ventana. Estaba solo a unos pasos, y parecía muy empinado. Nada me llamaba especialmente la atención, ni las estructuras de las casas hablaban de pasados mejores, como en Alberguería. Aunque, a decir verdad, la inclinación del terreno y la superposición de viviendas y árboles no permitían hacerse una composición clara desde mi ventana.

   No serían ni las tres de la tarde cuando decidí adentrarme en la diminuta aldea con ánimo de explorador. El pueblo era incluso más pequeño de lo que suponía: dos o tres curvas retorcidas y empinadas y ya llegabas prácticamente hasta la última casa de la aldea, aunque la ladera de la montaña continuaba un rato bastante más largo su camino ascendente hacia el cielo.

   Llegué a una especie de rellano, un descansillo casi horizontal que, si hubiese sido más amplio, podría haberse convertido perfectamente en la plaza principal del pueblo. Allí miré a mi izquierda y me quedé con la boca abierta. ¿Cómo podía no haberme fijado en aquella casa tan enorme? No encontraba explicación, aunque quizás fuese porque sus colores, grises y oscuros, se habían mimetizado con el paisaje, como si aquella mole siempre hubiese estado allí, como si perteneciese a la tierra y no hubiese sido hecha por la mano del hombre.

   Había un escudo de piedra encajado en la pared, y era más grande incluso que la puerta de acceso a la vivienda, y eso que era de doble hoja. Vi las nueve mitras dentro de la majestuosa forma heráldica, que estaba rodeada de unos cordones de piedra que caían a ambos lados como si fuese una cortina. Debajo, una vieira, símbolo del peregrino. Encima, una cruz. Bajo el escudo, una fecha: 1752. Aquella era, sin duda y según mis planos, la Casa de Audiencias, la de la Inquisición.

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