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El bosque de los cuatro vientos(26)
Author: Maria Oruna

   —Tus blasfemias me divierten —dijo el otro—, pues uno de los pecados más severos es el de la gula, y bien se ve que aquí te han cebado como a un cerdo.

   —Ah, ¡ruin! El sustento del espíritu también se encuentra en el cuidado del cuerpo... Los que solo os sostenéis con pan y legumbres lo hacéis para combatir vuestra mayor debilidad.

   —¿Y cuál es, pecador, ya que tanto sabes?

   —¿Y cuál va a ser? La peor de todas, pues teméis sucumbir al vicio del fornicio.

   El abad se sonrojó, porque, estando su sobrina presente, aquel tono entre los monjes era intolerable. Era conocedor de que los primos siempre discutían afablemente en todos sus encuentros para compartir hierbas y conocimientos medicinales, y los dejaba a su buen entender. Que uno perteneciese al Císter, en el monacato de Oseira, y otro a la orden benedictina, en Santo Estevo, no era obstáculo para aquel intercambio de conocimientos. A fin de cuentas, las disputas entre ambas órdenes siempre habían sido más económicas que de dogma. Sin embargo, el decoro que debía a la presencia de su familia y el lenguaje blasfemo de los frailes lo obligó a abrir inmediatamente la cortina y a interrumpir aquella discusión entre los monjes.

   A Marina le sorprendió ver al más orondo, que sin duda era fray Modesto, vestido con un hábito completamente negro; en contraste, el otro monje, que luego supo que se llamaba fray Eusebio, era mucho más delgado y pálido. Su porte se apreciaba más delicado y esbelto, y vestía un hábito completamente blanco. Ambos debían de haber traspasado hacía tiempo la frontera de los cincuenta años, y portaban en sus manos botes con hierbas, ceras y elementos de alquimia indescriptibles, que sin duda debían de estar intercambiando.

   —Que dos de los hermanos más sabios y antiguos de Oseira y Santo Estevo rompan el voto de silencio por causa de sus elevadas labores como boticarios y alquimistas no es pecado, ¡pero vuestras blasfemias son intolerables!

   Ambos monjes mostraron un gesto de sorpresa en su rostro, pero fue fray Modesto el que reaccionó más rápidamente.

   —¡Reverendísimo padre! Disculpad a estos humildes pecadores siervos del Señor, pues nuestras riñas no son más que un amable recuerdo a nuestras disputas de la infancia.

   —Siendo así debería azotaros, pues tal castigo sería el que se llevaría cualquiera de los niños que se crían en este monasterio.

   El abad tomó aire y miró al hermano cisterciense, fray Eusebio.

   —Hermano, está aquí invitado y atendido con todas las atenciones precisas, si vuelvo a presenciar conversaciones blasfemas como estas no podré autorizar más visitas, y me veré en la obligación de comunicar estos comportamientos al señor abad de Oseira.

   Tras esta declaración, durante unos segundos quedó el aire en suspenso y nadie se atrevió a decir nada. El abad volvió a suspirar y reconvino con la mirada nuevamente a los monjes, especialmente a fray Modesto, aunque por su gesto Marina intuyó que el enfado era liviano y que, posiblemente, quedase sin mayores consecuencias. Acto seguido, sucedieron las presentaciones, y el ánimo pareció suavizarse, pues de inmediato fray Modesto pareció congeniar con el doctor Vallejo, muy interesado en todo el material que veía en estantes y mesas de trabajo. Entre ambos pareció surgir, de forma inmediata, una mutua corriente de simpatía.

   —Cuántos tarros de miel tiene usted, fray Modesto.

   —Ah, doctor, es que he concluido en la necesidad de cambiar el azúcar por la miel como fórmula para una alimentación saludable. En mis compuestos me encuentro incluyendo más este producto, que es más natural.

   —Disculpe, fray Modesto, pero lo que dice carece de sustento científico, pues el azúcar también proviene de una fuente natural.

   —Pero es cierto que el azúcar ennegrece y daña los dientes —intervino Marina, prácticamente sin querer, pues solo fue consciente de haber hablado en alto cuando todos tornaron sus ojos hacia ella.

   —Ah, la señorita conviene conmigo, entonces. ¿Sabe usted algo de remedios?

   —Lo que he podido aprender en los libros de mi padre y lo que me enseñó mi madre, que en paz descanse.

   —¿Era curandera, su madre?

   —No, por Dios —interrumpió el doctor—, pero se crio en las montañas de Cantabria, y allí le enseñaron algunos remedios de hierbas y ungüentos que luego le enseñó a mi hija.

   El monje asintió, apreciando con nueva mirada a Marina.

   —¿Guarda usted interés por los conocimientos de la naturaleza y la alquimia, joven?

   —Sí, fray Modesto. Conocer su botica era una de las emociones que con más ilusión esperaba en este viaje.

   —Oh... —El monje se mostró halagado y complacido, y miró al abad—. Tal vez podamos dar acceso a esta dama a alguno de nuestros libros y conocimientos.

   —Sin duda, aunque tales estudios exceden con mucho las cualidades femeninas, y posiblemente mi sobrina preferirá otras literaturas más ligeras, así como atender a su padre y dedicarse a la costura, que es otra actividad bien provechosa.

   —Querido tío —replicó Marina, mirando al abad con expresión zalamera—. Si usted diera permiso, nada me haría más feliz que atender las obligaciones que me encomienda y, además, visitar a fray Modesto para conocer sus remedios.

   —Ah, bien sabes convencer sin apenas argumento... ¡Ya veremos, sobrina, ya veremos!

   Fray Modesto, que era viajado y disponía de un insólito pensamiento moderno, consideraba que las mujeres atendían a más intereses que los que se habían establecido como connaturales a su condición, de modo que se apresuró a intervenir en favor de Marina.

   —Aquí siempre será bienvenido el compartir saberes, y más si es con la casa del médico, reverendo padre.

   —Por mi parte no habría impedimento —añadió el doctor Vallejo, ganándose una mirada de agradecimiento de Marina—, aunque fray Modesto y yo no convengamos en el asunto del azúcar —bromeó.

   —Ah, pues a propósito de ese asunto, he de decirle que dispuse de un permiso de más de dos meses sobre mi clausura, y que en ese tiempo visité los reales hospitales de Madrid. Allí comprobé el exceso de azúcar que se daba a los pacientes, y que en algunos ocasionaba... ¿Cómo explicarle? Un exceso que su cuerpo apenas podía soportar. Me encuentro en la seguridad de afirmar que el ayuno y la eliminación del azúcar han favorecido a muchos pacientes que orinaban en abundancia un líquido ciertamente pegajoso y dulzón, y que se encontraban con sus músculos debilitados y agarrotados.

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