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El bosque de los cuatro vientos(30)
Author: Maria Oruna

   —Pero ¿aquí ahorcaban a gente?

   —Desde que yo vengo, no —se burló guiñándome un ojo—, pero en su tiempo subían a los ajusticiados allí arriba y los colgaban. ¿Para qué cree si no que estaba la Casa de Audiencias?

   Iba a replicar que para celebrar juicios, pero al instante me di cuenta de mi propia ingenuidad, que me avergonzó. Los derechos civiles, por fortuna, han avanzado bastante en los últimos siglos, al menos en Europa.

   —Me gustaría verlo. Tal vez usted, si es tan amable, podría enseñarme cómo ir hasta allí. Ah, y hablando de la Casa de Audiencias, antes he llamado y no me ha abierto nadie. Parece un poco abandonado.

   —Sí, es verdad, y es una pena. Es que viven en Madrid y vienen solo en verano. Ricardo sí podrá contarle cosas, es descendiente directo de la familia del antiguo alcalde, que creo que compró la propiedad por el siglo XIX. Ricardo es médico y estuvo ejerciendo en Madrid muchos años, pero ya hace tiempo que se jubiló. No le habrán oído llamar, pero estos días están ahí.

   —Quizás hayan salido.

   —Lo dudo. Desde que Ricardo se operó de la laringe no está para muchos paseos. De hecho, iban a reformar la casa cuando le vino el cáncer, y ahora ya no sé qué harán, la verdad. A su mujer no le gusta tanto el campo como a él. Eso sí, desde que nosotros venimos por aquí ni él ni ella faltan un verano, y muchas veces hasta octubre no se marchan.

   —Vaya, pues será muy interesante hablar con ellos. Iré más tarde, entonces.

   De pronto, Germán pareció tener una idea que le iluminó el rostro. Con gesto decidido, se levantó y se puso a recoger las tazas de café y lo poco que quedaba del bizcocho, dirigiéndose directamente a la cocina.

   —Mire, sobre los anillos yo poco puedo ayudarlo, pero si quiere puedo presentarle a Antón, que fue vigilante del monasterio durante casi treinta años, y después lo acompaño a casa de los Maceda.

   —¿De quién?

   —De los Maceda, los dueños de la Casa de Audiencias. Si antes no le han abierto ha debido de ser porque estaban con la siesta.

   —Ah. Y su mujer... ¿no la avisamos?

   —¿Linda? Oh, ¡tranquilo! Con esas pastillas que le hace tomar el médico no creo que se levante hasta las cinco.

   Sonreí.

   —Ya veo que aquí las siestas son sagradas.

   —¡Al sueño nos acercan más los años que las ganas de dormir, señor Bécquer! —exclamó Germán con buen humor, sin atisbo de tristeza—. Venga, ¡vamos!

   —¿Seguro que no es molestia? Puedo venir en otro momento.

   —Que no, hombre. Si es aquí al lado, dos casas más arriba. Antonio lo recibirá encantado, ya verá.

   —¿Y cómo es eso de que fue vigilante del monasterio?

   Germán se encogió de hombros.

   —Supongo que sería cosa de la Diputación, por la conservación del patrimonio y todo eso. Antonio, de hecho, es uno de los pocos que nació en Santo Estevo y que todavía vive aquí. Trabajó unos años para el ferrocarril y luego fue el vigilante de las ruinas hasta que llegaron los del parador para la reforma.

   Me puse de pie y, animado por la nueva puerta que se abría para mi investigación, acompañé al viejo profesor a visitar al que había sido el último guardián del monasterio de Santo Estevo.

 

 

11


   La historia de Jon Bécquer

 

 

   Las aldeas de Galicia son, decididamente, lugares mágicos y extraordinarios. Cuando llegas, todo parece en silencio y en calma, e incluso puedes percibir ese indiscutible e incipiente abandono, el que ya ha derretido toda esperanza. Y, sin embargo, si eres paciente y dejas pasar un poco de tiempo, observas una cortina que se descorre y te mira, un aroma agradable de comida al fuego, un detalle floral y fresco en alguna ventana.

   Si mi primera impresión de Santo Estevo había sido la de un lugar prácticamente abandonado, con el transcurso de las horas comprendí que en un pueblo tan pequeño había mucha más vida que en mi comunidad de vecinos del centro de Madrid. Todos se conocían, todos sabían y todos comprendían el paso de las horas de la misma forma.

   Antón vivía en una casa de planta baja de piedra que parecía bastante antigua, pero no tanto como la de audiencias o la del médico. No tenía escudo, pero sí un nombre: la llamaban la Casa de Sa. Inmediatamente después de que Germán nos presentase, Antón nos llevó a su bodega; parecía el escenario de una película gótica vestida en tonos oscuros y sombríos, pero de una capacidad evocadora irresistible. Había cachivaches por todas partes, faroles antiguos y hasta dos vigas de madera enormes, que Antón justificó explicando que eran de su época como trabajador en la construcción de las vías del ferrocarril.

   En mitad de la bodega había una gran cuba de vino vacía en posición vertical, que era claramente utilizada como mesa. A su alrededor, cuatro o cinco taburetes altos, todos diferentes, y creo que alguno de fabricación casera.

   Antón mandó a su nieta, una niña de apenas once o doce años, a que fuese a buscar algo de picar para los invitados. En la parte superior de la vivienda, sorprendentemente, se podía intuir vida a raudales. «É que os netos non empezan a escola ata a semana que ven», había explicado mi anfitrión. A ratos me hablaba en castellano, aunque se notaba que con esfuerzo, pues su idioma natural era un gallego melódico, suave y acogedor. Por desgracia, yo apenas lo entendía cuando hablaba su lengua materna, de modo que agucé el oído y el resto de los sentidos para captar cada matiz, cada gesto y cada señal.

   Antón era bajito y, a pesar de su edad, su cabeza lucía una contundente mata de cabello canoso, peinado de forma desordenada y que él revolvía de vez en cuando con la mano derecha, como un tic repetitivo e involuntario que ya se había convertido en una costumbre.

   Durante casi dos horas nos agasajó con unos embutidos caseros extraordinarios y con un pan tan sabroso y compacto que me habrían bastado y satisfecho para no comer otra cosa durante un mes. Se entretuvo contándonos las bondades del vino blanco que él mismo producía, y de cuya calidad puedo dar fe, pues entre Germán, el propio Antón y yo mismo nos bebimos casi dos botellas de aquel delicioso caldo, que a ellos no parecía hacer efecto, pero que a mí ya me había hecho sentir flotando sobre el suelo. Los estrafalarios objetos que había repartidos por toda la bodega parecían bailar y guiñarme sus ojos invisibles con picardía.

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