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El bosque de los cuatro vientos(35)
Author: Maria Oruna

   Fue entonces cuando sentí el peso de los siglos sobre mis hombros, y supe que aquella tarde inolvidable había estado cargada de mentiras.

 

 

12

 

 

   El sargento Xocas Taboada miró el reloj y comprobó que ya casi era la hora de comer. Suspiró profundamente y cerró su libreta. Ramírez fue al servicio y él se frotó los ojos en un gesto de cansancio.

   —A ver, que yo me aclare, señor Bécquer. Entonces, conoció al difunto señor Alfredo Comesaña ese mismo día, en la Casa de Audiencias.

   —Sí, señor.

   —¿Y no habló con él nada más que lo que nos ha contado?

   —No, se lo juro. La siguiente vez que lo vi fue el día antes de su muerte, que apareció por la cafetería del parador mientras yo desayunaba y me pidió que quedásemos por la noche para decirme algo importante.

   —Y usted pensó que iba a contarle algo de los anillos, imagino.

   —Mantuve esa esperanza, sí.

   —¿Y no le pareció raro?

   —Bastante, pero qué quiere que le diga, no iba a dejar de acudir a la cita.

   —Pero no le concretó el motivo del encuentro, supongo.

   —No, no lo hizo.

   —Qué normal todo, ¿no?

   Bécquer se encogió de hombros, con gesto abatido. Xocas se levantó y estiró las piernas, acercándose a la ventana y mirando hacia la que ahora ya sabía que era la vieja Casa de Audiencias.

   —Y el difunto... ¿qué sensación le dio? Me refiero a cuando lo conoció en casa de los Maceda.

   —¿Qué sensación? Pues no sé, un hombre sencillo, qué quiere que le diga.

   —Sencillo cómo. ¿De pocas luces?

   —Por decirlo de alguna manera.

   Xocas se volvió y fue a coger su libreta, que abrió en una hoja nueva. Sobre ella escribió cuatro nombres. Germán. Antón. Ricardo. Lucrecia. Se los mostró a Jon.

   —Antes dijo que todos le resultaban sospechosos. Ya no sé si del supuesto y, de momento, imaginario asesinato de Alfredo Comesaña o si de ocultar información sobre sus misteriosos anillos.

   —No lo sé —reconoció Bécquer, sentándose sobre su cama. De pronto, parecía sentirse muy cansado—. Germán es experto en arte, Antón fue el vigilante del monasterio durante treinta años..., imagínese, ¡treinta años! Y Ricardo... ya le he contado cómo hablaba de los anillos, como si perteneciesen a Santo Estevo, como si no quisiese que los encontrase nadie.

   —Pues si esos anillos todavía existen y es él quien los tiene escondidos, desde luego con usted ha disimulado bastante mal.

   —A lo mejor los ocultan entre todos, yo ya no sé qué pensar, qué quiere que le diga.

   —Cuando dice entre todos, ¿se refiere a esa pandilla de ancianos? —se rio el sargento—. La logia de los nueve anillos —añadió impostando la voz en un tono grave y algo teatral. El profesor hizo caso omiso.

   —He entrevistado a más gente estos días, no crea. Gente del pueblo, de los alrededores. Todos eran muy amables, muchos me invitaban a pasar a sus casas y le puedo asegurar que gracias a ellos ya sé qué es el café de pota, el buen licor café y la crema de orujo, pero al final casi siempre sucedía lo mismo...

   —No me diga más. Le hablaban en gallego y no se enteraba de nada.

   Bécquer sonrió, aceptando la chanza.

   —Eso también. Pero noté que casi siempre, cuando insistía en mis preguntas sobre los nueve anillos, de pronto, no sabían nada. A algunos les sonaban vagamente, otros me decían que eran una leyenda, y unos pocos cambiaban de tema.

   —Posiblemente no le mintieron. Usted mismo comprobó como en Alberguería ni siquiera un anciano de la zona sabía nada de la panadería monacal. ¿Por qué aquí iba a ser diferente con los anillos?

   —No sé explicarlo, sargento. Es... es como un pálpito, algo que percibí en las personas, en cómo esquivaban el tema, en cómo Ricardo Maceda se preocupaba por el futuro de los anillos si fuesen descubiertos. ¿Sabe a qué me recordó?

   —A qué.

   —Al caso de la corona etíope que le conté antes, la que encontramos Pascual y yo en Holanda.

   —Hombre, ya mezclar unos anillos del Medievo con una corona de Etiopía a lo mejor es mucho.

   —No se burle, que tiene su sentido. Algunos compatriotas del que guardaba la corona sabían que la tenía escondida: ¿sabe cuántas amenazas de muerte recibió para que la devolviese? Pero se mantuvo firme, y ya le conté que solo la devolvió cuando vio que había un gobierno medianamente decente en el país.

   —¿Y qué quiere decirme con eso, que esa pandilla de ancianos custodia los anillos hasta que en Galicia tengamos un «Gobierno decente»? —preguntó el sargento, con tono descreído.

   —No lo sé —reconoció Bécquer, mostrando con su expresión que aquella posibilidad también a él le parecía un tanto descabellada.

   Xocas, viendo la seriedad del semblante de aquel curioso profesor, decidió dejar de mostrarse sarcástico. Sin embargo, la historia que Bécquer le estaba contando, de momento, no le estaba llevando a ninguna parte. En realidad, ¿qué estaba haciendo allí? Todo lo que tenían era una muerte natural y a un extravagante detective de arte que parecía vivir dentro de una película. Sin embargo, tenía que reconocer que él seguía viendo algo raro en todo aquello, en cómo había aparecido el cadáver de Alfredo Comesaña. No podía quitarse de la cabeza sus manos retorciéndose sobre la tierra; pero lo cierto era que, más allá de conjeturas y suposiciones, no tenía nada. Volvió a mirar el reloj justo cuando Ramírez regresaba del servicio.

   —Mire —le dijo a Bécquer con semblante circunspecto—, de todo lo que nos ha contado no se puede desprender un ánimo violento o criminal contra Alfredo Comesaña, que le recuerdo que de momento ha fallecido de muerte natural. Cuando recibamos los resultados de la autopsia, si observamos algún elemento indiciario de homicidio, lo avisaré, por supuesto.

   —Oh, pero entonces... ¿se van?

   —Eso me temo, señor Bécquer.

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