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El bosque de los cuatro vientos(31)
Author: Maria Oruna

   Quizás tuviese razón Germán y los objetos hablasen de sus dueños. Si era así, aquel hombre, Antón, tenía muchos colores e historias dentro de sí mismo. Y, desde luego, era listo: había logrado que yo le contase mis aventuras y experiencias como investigador y, además, todo lo que había averiguado sobre los nueve anillos, aunque hasta el momento él solo había reconocido «haber oído hablar de ellos», afirmando que nunca los había visto. Llegó un momento en que me dio la impresión de que no estábamos en aquella carismática bodega para charlar despreocupadamente, sino que el objetivo real era estudiarme, analizar quién era realmente el forastero.

   —¿Que lle mira á cunca?

   —Quién, ¿yo? ¿Qué le miro a qué...? —Al instante comprendí que se refería al cuenco en el que me había ofrecido la bebida—. Ah, nada, nada... —repliqué a Antón, que me observaba con curiosidad—. Es que me ha llamado la atención que tomen todo en lo mismo —expliqué, alzando el cuenco de barro oscuro que me habían dado para el vino, y que era idéntico al que Germán me había ofrecido antes para el café.

   —Claro, hombre —se rio Germán—, ¿no ve que el barro aguanta bien el frío y el calor? Dentro de nada verá como el caldo gallego no le sabe igual si lo toma en un plato y no en una cunca. ¡Ya me lo dirá!

   Asentí dando otro trago a aquel delicioso vino mientras me imaginaba ya un humeante y delicioso caldo gallego. Germán se excusó para ir un momento a su casa y así traer «otro vino maravilloso» para que lo probásemos; antes de salir, se me acercó al oído y, riendo, me susurró que, de paso, iba a decirle a Linda dónde estaba, porque como ya se hubiese despertado, a lo mejor esa noche dormía en el sofá.

   Cuando me quedé a solas con Antón, aproveché para agradecerle de nuevo su hospitalidad, pues era la segunda vez en el mismo día en que un desconocido me invitaba a pasar a su casa y me trataba como a un amigo.

   —E logo, ¿cómo lo íbamos a tratar?

   Sonreí.

   —No sé —reconocí—, pero no me imagino en el centro de Madrid a gente tan confiada con los extraños.

   —O mellor é vostede o confiado, entrando en casas de gente que no conoce.

   Antón sonrió divertido, y su mirada traviesa me aclaró al instante, para mi alivio, que estaba bromeando. Fue en aquel momento cuando aprovechó para confesarme sus secretos como último guardián del monasterio. Algunas de sus palabras no las entendía, pero él terminó por hablar en castellano casi todo el tiempo para asegurarse de que su mensaje me llegaba con claridad.

   —No lo quiero desanimar, pero no siga buscando. Allí no quedaba nada.

   —¿Cómo puede estar seguro, Antón? Aparecieron unos cuadros, tenían que estar escondidos en alguna parte.

   Se quedó pensativo.

   —Los guardarían en la sacristía, en algún armario... no sé. Pero si mañana va a entrar en la iglesia, preste atención. A la izquierda verá los restos del órgano, la carcasa. ¿Sabe dónde está todo lo que falta? —me preguntó de forma retórica y bebiendo otro sorbo de vino mientras yo me encogía de hombros—. Nadie lo sabe. Se lo llevaron, como casi todo. Dudo mucho que quede nada de valor ni en el monasterio ni en la iglesia.

   —Los sepulcros de los obispos sí están.

   —¡Pero eso son reliquias sagradas!

   —Igual que los anillos —le reté mirándolo a los ojos.

   Mantuvimos las miradas en duelo unos segundos, ambos con gesto serio. De pronto, comenzó a reírse y me sirvió más vino.

   —Ay, qué gente, la de Madrid. Eres buen rapaz... mira, non hai ninguén en todo Santo Estevo nin no mundo que coñeza mellor ese mosteiro ca min. Allí aprendí casi a caminar, y allí iba a buscar moras de pequeño. Pero alguna cosa sí que encontré.

   Guardé silencio expectante. El anciano siguió hablando.

   —Libros, papeles..., algunos los vendí. No creas que no vino gente de la capital para comprármelos. Para mí no valían nada..., otras muchas cosas desaparecieron, aunque ahora ya es imposible saber quién se las llevó ni adónde. Había casullas, cuadros, cruces, ¡qué sé yo! Y si mañana va esa restauradora se llevará más cosas.

   —Pero solo para arreglarlas.

   Antón sonrió con tristeza.

   —Lo que se llevan de Santo Estevo ya nunca vuelve.

   Me quedé pensativo, midiendo hasta qué punto aquel hombre me decía la verdad, porque a aquellas alturas yo ya estaba convencido de que dentro de su casa conservaba varios de sus hallazgos del monasterio. Quizás no se tratase de los anillos, pero, aun así, me daba la sensación de que se mostraba demasiado parco y hermético respecto a ellos, demasiado prudente.

   Justo en aquel instante volvió Germán, botella de vino en mano.

   —Ha comenzado a refrescar, por fin —dijo nada más entrar, dejando claro que aquellos restos del verano le sobraban y que añoraba ya la llegada del otoño. Se dirigió a mí—: Los Maceda hasta han encendido la chimenea.

   —¡Pero se non fai frío! —exclamó Antón, revolviéndose el cabello una vez más.

   —Será para hacer un magosto, qué sé yo, pero el caso es que están en casa, ¿quieres ir? —me preguntó, ya tuteándome, pues las dos horas de vinos habían bastado para perder formalidades.

   —Sería estupendo, la verdad.

   —Antón, ¿te vienes?

   —Por qué non. Vamos.

   Germán dejó la botella sobre la barrica de vino, diciendo que quedaba para otra ocasión, y con paso alegre, como si se tratase de una aventura desenfadada e inesperada que yo estuviese allí investigando, comenzó a capitanear el paseo de apenas un minuto hasta la Casa de Audiencias.

 

 

   En efecto, de forma súbita, el tiempo había cambiado y era bastante más fresco, intuyéndose ya que las horas de claridad comenzaban a encogerse. La luz desde allí se reflejaba de una forma especial en el bosque que nos rodeaba, que parecía abrigarnos como si fuese un manto protector. Salimos los tres de la Casa de Sa y descendimos hacia la plazuela principal. Me fijé en las ruinas de un edificio que debía de haber sido imponente, y Antón me aclaró que aquello había sido la casa de impuestos, que otros llamaban la notaría. Descendiendo solo un par de docenas de metros más, ya nos encontramos a la izquierda la antigua casa del médico y, a la derecha, la de audiencias. Germán llamó a la puerta de los Maceda con determinación, y esta vez sí, a los pocos segundos apareció en la entrada una mujer delgadísima y exageradamente maquillada, especialmente en la zona destinada al colorete y la sombra de ojos. No sabría decir cuántos años tenía, pero a pesar de la agilidad de sus movimientos a mí me pareció que muchísimos. El cabello, teñido de un rubio exagerado, lo llevaba recogido en un moño que me pareció hasta aristocrático, de otra época. En sus manos, varios anillos de oro a juego con sus pendientes que remataban en esmeraldas sin brillo, pero que indudablemente no eran bisutería.

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