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El bosque de los cuatro vientos(33)
Author: Maria Oruna

   —Así que Jon Bécquer... —El hombre me miró durante unos segundos, como si estuviese decidiendo qué nota ponerme. De pronto, su rostro se iluminó—. ¡No será usted el del anillo de Oscar Wilde!

   —El mismo —confirmé, satisfecho por fin de que el eco de alguno de mis logros hubiese llegado a aquel bosque perdido en el corazón de Galicia.

   —Sí, ya sé quién es —dijo con satisfacción—, lo vi en el telediario. Qué interesante... ¿Y cómo es que ha terminado en Santo Estevo?, ¿unas vacaciones?

   —Está investigando los nueve anillos de los obispos —le informó Antón, cruzándose de brazos y sentándose en el reposabrazos de uno de los sofás—, pero xa lle dixen que de todo lo del monasterio no queda nada.

   Por fin, Ricardo soltó mi mano y me miró con renovada curiosidad.

   —Así que los anillos... ¿Pero eso no era una leyenda?

   —Esa es la pregunta que más me han hecho estos días, la verdad. Pero yo creo que existieron.

   Ricardo sonrió.

   —La verdad es que en Santo Estevo no se habla de esos anillos desde hace mucho tiempo. ¿Ya sabe que Antón fue vigilante del monasterio?

   —Sí, me lo ha contado.

   —Pues ya lo ha escuchado entonces... Allí ya no quedaba nada cuando hicieron el parador.

   Me encogí de hombros, algo derrotado ante el escepticismo con el que me tropezaba constantemente.

   —La esperanza es lo último que se pierde... o eso dicen, al menos.

   —Los jóvenes sí, eso dicen.

   Tomó aire y me miró con un punto de condescendencia, aunque al instante nos invitó a todos a sentarnos en los amplios sofás, frente a la biblioteca. No pude evitar considerar que muchos de aquellos libros antiguos, seguramente, también habían salido del viejo monasterio. Sobre algunas estanterías y mesas pude observar desde candelabros antiguos hasta elementos litúrgicos repartidos como unos elementos más de la decoración. Sobre el mobiliario había colecciones de toda clase: un par de dagas, una espada y muchas llaves antiquísimas. Tras el cristal de una vieja vitrina, una colección de pistolas más o menos antiguas acumulaba discretas capas de polvo. Todo lo que veía parecía querer hablarme, enviarme mensajes cifrados, pero mi cerebro no dejaba de bailar por culpa del vino que había tomado en casa de Antón.

   En aquel instante apareció Lucrecia acompañada de una mujer joven, que por sus rasgos parecía de origen sudamericano. Llevaba una bandeja con vasos diminutos y una preciosa y delicada botella de cristal, en cuyo interior se mecía un líquido tan negro como un mal augurio. Sobre la bandeja, una enorme tarta de manzana ya había sido troceada. ¿Quién lo hubiera dicho? Al final, Lucrecia no era tan mala anfitriona.

   —Gracias, Elsa, déjalo ahí —ordenó—. ¡Elsa! Que lo dejes ahí —insistió, alzando exageradamente la voz—. Está sordísima —explicó entornando los ojos y dirigiéndose a mí, pero en un tono más moderado que el que había utilizado con la chica—. A ver, señores. Un licor café, que ya son más de las seis.

   —Yo no sé...

   —Pues hay que saber, chico, ¡hay que saber! —se rio ella, poniéndome ya un vaso en la mano.

   Germán me miró, y en su mensaje no supe descifrar si se limitaba a animarme a probar aquel licor o a explicarme que el no hacerlo sería una descortesía. Lucrecia comenzó a servir todos los vasos y, de pronto, pareció recordar algo y se dirigió a su marido:

   —Ay, está ahí Alfredo, ahora viene.

   —¿Y eso?

   —Nos trajo unas cosas del supermercado, lo tengo en la cocina descargando. Le he dicho que se venga. Como hoy parece que tenemos fiesta, qué coño.

   —Ay, Lucrecia. —Ricardo tomó aire y me miró—. Alfredo es un chico del pueblo que, mire, precisamente sabe muchas leyendas de la zona.

   Justo en aquel instante entró un hombre que me pareció más o menos de mi edad. Era corpulento, casi obeso, y caminaba con gesto despistado. Se hicieron las presentaciones, y así supe que el nuevo invitado se llamaba Alfredo Comesaña y que, desde no hacía mucho tiempo, se vestía de monje de vez en cuando para los turistas, a los que paseaba por el parador. Pero sus conocimientos de la zona parecían más vinculados a rutas de senderismo que a la historia. De hecho, confesó haberse inventado alguna de las leyendas de ánimas en pena que les contaba a los huéspedes del hotel.

   —¿Y se creen esas historias?

   —No sé. Cuando paseas de noche por el monasterio es fácil creerse casi todo.

   —Será esa queimada que les preparas —sonrió Germán, que ya se había negado tres veces a que Lucrecia le rellenase el vaso de licor café—. Pero lo que quiere saber nuestro invitado es todo lo posible respecto a los anillos de los obispos. ¿Alguna idea?

   —Señor Bécquer —dijo Ricardo sin dejar responder a Alfredo Comesaña y tomando aire, como si fuese a hacer una meditada confesión—, yo nunca los he visto. De hecho, ya le he dicho que en realidad pensaba que se trataba de una leyenda. Pero, en todo caso, supongamos que encontrase esos anillos. ¿Para qué le servirían?

   —¿Para qué? Son reliquias de hace casi mil años, ¡sería increíble dar con ellos!

   —¿Para incluirlos en su lista de logros ante la prensa?

   —Le aseguro que ese nunca es nuestro objetivo en Samotracia.

   —Por supuesto que no, su objetivo será la recompensa estatal o de los particulares por sus hallazgos, ¿me equivoco?

   —No, no se equivoca —reconocí, poniéndome algo tenso—, porque nuestro trabajo tiene un precio, como el de todos, pero nuestra verdadera misión se encuentra en restituir los objetos y piezas de arte a donde pertenecen.

   —Qué altruistas.

   —No se equivoque —me defendí—, no somos una simple empresa que hace caja; mi compañero Pascual se dedica a la divulgación histórica y hasta científica de algunos de nuestros hallazgos, y sus artículos han sido publicados en las mejores y más prestigiosas revistas del sector.

   —Ah, pues en ese caso —intervino Germán, creo que para echarme una mano y restar algo de tensión—, ya solo con todo lo que hay en la bodega de Antón tenéis para diez artículos en el National Geographic.

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