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El bosque de los cuatro vientos(32)
Author: Maria Oruna

   —¿Qué tal, Lucrecia? ¿Cómo estás?

   —Ya me ves, aquí, de puta pena. A ver si nos vamos de una vez a Madrid, coño. A ver, ¿qué queréis? —preguntó, estudiándome de arriba abajo con descaro.

   Los vapores etílicos que llevaba conmigo se pusieron en alerta nada más escucharla, recomendándome fingir absoluta sobriedad, porque ya me había quedado claro que Lucrecia no era una amable ancianita. Germán debía de estar acostumbrado a su vecina, porque no había perdido la sonrisa ni un segundo y le seguía la corriente igual que si ella le hubiese ofrecido un pastel recién hecho en el horno y lo hubiese invitado amigablemente a pasar.

   —Nada, mujer, qué vamos a querer. Solo pasábamos para ver qué tal estaba Ricardo.

   —Pues muriéndose, como todos. ¿Y este quién es?

   —Ah, pues un amigo detective que queríamos presentarle a Ricardo.

   —Un detective. —Comenzó a reírse y a negar con la cabeza—. Lo que nos faltaba en este pueblo. A ver, ¿y qué investiga, puede saberse? —me preguntó directamente, observándome con descaro.

   —Bueno, yo... Soy más bien un investigador interesado en la historia y el arte de la zona. Me llamo Jon Bécquer, soy profesor de Antropología en la Universidad de Madr...

   —Por Dios, no me cuente más —me interrumpió, comenzando a apartarse de la puerta para dejarnos paso—, pensé que vendría por algo interesante, y no por la historia de este pueblo. —La mujer suspiró con hastío y se dirigió a Germán—. Ay, Señor, qué cruz. Venga, pasad. Está en el salón.

   Lucrecia terminó de abrir la puerta por completo y, sin mediar palabra, nos dio la espalda y se escurrió por un pasillo lateral, dejándonos a Antón, a Germán y a mí completamente solos en el recibidor. Desde luego, el interior de la Casa de Audiencias era mucho más señorial que la ruina que yo intuía desde el exterior. Todo guardaba un aire decadente, pero las paredes de piedra, cubiertas de tapices, susurraban que no, que allí todavía no había llegado la oscuridad.

   Según caminábamos hacia lo que yo suponía que era el salón, Germán me susurraba al oído toda clase de explicaciones: «No es tan antipática como parece. Es que la casa es de él, a ella nunca le ha gustado mucho venir». «Así como lo ves todo, esta gente es de mucho dinero, pero viendo a Ricardo tan malito ella ya no lo quiere arreglar..., quizás este sea su último verano. Una pena.» «Sí, sí, ese reloj es auténtico, creo que del siglo XVIII.» «¿Esa colección? Ah, armas de finales del XIX y principios del XX, creo.»

   Atravesamos dos amplias bóvedas de piedra, que me dejaron boquiabierto. Desde el exterior, a lo sumo, habría presumido unos suelos y techos de madera noble, pero no aquel despliegue de cantería. Llegamos a un impresionante salón, a cuya derecha pude ver una chimenea de piedra enorme, de la que sobresalía una especie de amplio tejadillo de piedra sostenido por dos columnas. Al lado del fuego, que comenzaba a arder tímidamente y que en efecto parecía haber sido encendido para asar castañas, había un sillón orejero y un reposapiés que completaban la estampa de lugar de recogimiento ideal para cuando llegase el invierno.

   De frente y a mi izquierda, una gran biblioteca con libros antiguos y varios sofás gastados, que en su tiempo debieron de ser carísimos. El salón tenía dos ventanas que miraban hacia el parador, y al lado de una de ellas, rompiendo el encanto de aquel lugar añejo, había un pequeño televisor. Frente a él, un hombre sentado en un tresillo de terciopelo rojo nos daba la espalda. Desde su posición, con un simple desvío de mirada, podía ver tanto la televisión como el parador, cuya visión se dominaba de forma completa. Por lo que había dicho Lucrecia, supuse que el hombre debía de estar muy enfermo y me preparé para intentar charlar amigablemente con un hombre a punto de llegar a su propia noche.

   Germán ejecutó un carraspeo muy solvente que casi pareció natural. Tras su tos fingida, se aproximó unos pasos. «Le falla un poco el oído», me explicó en un susurro.

   —Ricardo, ¿qué tal? Venimos a darte la lata un rato.

   Nuestro anfitrión, por fin, pareció darse cuenta de nuestra presencia: para mi sorpresa, se levantó de forma ágil y se dirigió a nosotros. Me pareció menos arrugado que su mujer, pero tampoco resultaba descabellado calcularle, al menos, unos ochenta años.

   —Hombre, qué bien. ¿Y cómo habéis...?

   —Nos ha dejado pasar Lucrecia, pero como hay confianza ya hemos venido solos.

   Ricardo asintió con una de esas sonrisas que guardan un inconfesable cansancio. Su voz me pareció gruesa y estropeada, pero al instante comprendí que tras el elegante fular de seda que llevaba en el cuello debía de soportar algún tipo de cánula o de cicatriz reciente a causa de su cáncer de laringe. Sin embargo, su aspecto, en general, no era malo: el batín que llevaba para estar en aquella inmensa casa era de buena calidad y él estaba afeitado y repeinado hacia atrás con una cantidad indecente de gomina. Su mandíbula bien definida y la limpieza de sus rasgos me hicieron intuir que, de joven, debía de haber sido un hombre razonablemente bien parecido. Se acercó a cada uno de nosotros para estrecharnos las manos y, a pesar de su aspecto aseado, pude apreciar esa inquietante mezcla de olor a medicina y a enfermedad que desprendía. Cada vez que decía una frase con su voz rasgada, se paraba para tomar aire con intensidad; parecía que hubiese estado sumergido en el mar un largo rato y emergiera para respirar.

   —¿Y a quién me traes aquí, profesor? —preguntó a Germán, pero mirándome a mí y sin decidirse a soltarme la mano.

   Comprendí que aquel hombre me analizaba y radiografiaba con detalle, tal vez incluso desde que yo había entrado por la puerta de su salón.

   —Pues mira, a un investigador famoso.

   —Oh, no me digas.

   Resté importancia al apelativo que me había otorgado Germán, negando con la mano. Al menos no me había presentado como detective, porque aquel término solía elevar las expectativas de las personas, que creían estar ante alguien con una vida sumamente interesante, cuando en realidad solo se encontraban conmigo.

   —Seguramente no me conozca —dije con falsa modestia y, en el fondo, ya un poco molesto por que nadie me reconociese—. Me llamo Jon Bécquer —me presenté, explicándole un poco mi trabajo en la universidad y en Samotracia junto a mi amigo Pascual.

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